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«¡Ten cuidado porque
muerde!», me advirtió la dependienta de la pequeña tienda de antigüedades donde
lo encontré. Con cautela, retiré la mano, mientras el animalito me miraba
desconfiado desde su oscuro escondite. Me sorprendió encontrar a un pura sangre
tan viejo, pues los daba por extintos o me imaginaba que solo existían en
importantes colecciones privadas, a diferencia de los criollos de dudosa
procedencia, vendidos en los puestos de novedades.
Con cuidado tomé al espécimen entre las manos, cabía con
comodidad en mi palma derecha; casi no sentía su peso, pero poniendo mucha
atención podía sentir la vibración de su cuerpo perfectamente funcional. Admiré
la belleza de su piel de oro blanco y acaricié con mucho cuidado su rostro de
cristal. Movió las manecillas en señal de agrado.
«Parece que le gustas», me dijo la mujer, interesada en mi interés en la criatura. Se podía leer en su mirada la urgencia de deshacerse de la alimaña y no la culpo: todo mundo sabe lo difícil que es cuidar a una fiera como ésta, y la mala suerte que recae en aquel que deja morir a un ser que de otro modo sería inmortal; porque esa es la cosa con estos relojes, son el único éxito de los humanos jugando a Dios: creamos a un animalito de perenne corazón, siempre y cuando se le mime y se le atienda como es debido.
La mujer me contó que este ejemplar tendría unos ciento veinte años y se desconocía quiénes habrían sido sus dueños —su piel era impoluta, sin la marca de ningún monograma que denunciara a un amo previo— pues había vivido en la tienda desde que ella tenía memoria. Por mi parte, confesé que más o menos sabía algo de relojes de bolsillo: mi abuelo me habló mucho de ellos e incluso me había heredado libros sobre su cuidado, cuando se fue a la tumba con el arrepentimiento de haber extraviado a su fiel compañero en una cantina tras una borrachera.
Apelando a mi nostalgia por la memoria familiar, la astuta mercader me convenció de llevarme a la criaturita. Me vendió todo lo necesario para su cuidado y una cadenita para llevarlo cuando lo amansara, a un precio algo arriba de justo. Hizo unos agujeritos a una bolsa de papel estraza para que mi nuevo amigo pudiese respirar y veloz lo metió en aquella prisión que al bicho gustaba nada: pude sentirlo retorcerse e intentar la fuga durante todo el trayecto a casa.
Tras una eternidad —eso es lo que pasa cuando los relojes están de malas: el tiempo se expande, tortuoso— llegamos a nuestro destino. Cerré puertas y ventanas, asegurando cualquier vía de escape y coloqué la bolsa en la mesa, con cuidado, dejando salir al prisionero.
Me senté en silencio a una distancia prudente, para darle la oportunidad de acostumbrarse a su nueva situación. Corrió a la esquina opuesta a mí; sus ojos asustados volteaban a todos lados, buscando algo familiar sin resultado alguno, evitaba verme de frente, espiándome de reojo pues aún me consideraba amenazante. Su corazón latía tan rápido que las manecillas daban vueltas y vueltas a su rostro y por un momento pensé que su mecanismo no soportaría la impresión. Guardé la compostura recordando las enseñanzas de mi abuelo: los relojes de bolsillo son siempre cachorros, desconfiados, pero fieles a perpetuidad a aquellos que adoptan como suyos.
Era mucho más hermoso de lo que la oscuridad de la tienda me había permitido apreciar, mi corazón se hinchó de amor por él; más que yo poseerlo, él sería mi dueño. «Es así como los seres humanos nos volvemos esclavos del tiempo», pensé.
La ejecución del método de calibración debía ser perfecta, pues lo último que quieres es un reloj intempestivo. «Calma, calma», me dije llevándome la mano al pecho, tratando bajar mi ritmo cardiaco. «Despacio, despacio», contaba los latidos, uno, dos… La criatura me miraba expectante, decidiendo si escaparía de un salto, me arrancaría la nariz de una mordida o podía bajar la guardia.
Diez, once…, seguí contando, procurando no hacer ruidos extraños al respirar. Veintitrés, veinticuatro… El animalito poco a poco bajaba la velocidad de sus manecillas. Treinta y nueve, cuarenta..., ya no parecía tan asustado y ahora me miraba a los ojos. Cincuenta…, se acercó con lentitud a mí. Cincuenta y nueve, ¡Sesenta! El pequeño reloj se tendió, extendiendo las patas en actitud relajada.
Así pasamos la tarde y gran parte de la noche, contaba con paciencia cada una de mis pulsaciones, sesenta por cada minuto, que a su vez sumaron horas. Poco faltaba para el amanecer. Ambos estábamos exhaustos. Le di una cucharada de miel como bocadillo nocturno, subió a mis manos y me permitió colocarlo en la mesa de noche donde le preparé una camita.
Despertó junto conmigo, así fue desde aquel día. La única manera de asegurarse del buen corazón de un reloj es volverlo uno con el propio; ahora me acompaña siempre, escondido en mi bolsillo y de vez en cuando lo alimento con un cubo de azúcar. Sé que está contento cuando el tiempo se me escurre entre las manos; reconozco su aburrimiento cuando se le ocurre entretenerse convirtiendo minutos en eternidades; y ahora por el resto de mi vida, seremos uno mismo en el espacio, con nuestros mecanismos en unísono latir.
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