Por Laura Adriana Moreno Mendoza (Chica Ciencia)
Cuento originalmente leído en la XVIII Feria Internacional del Libro en el Zócalo de la Ciudad de México (FIL Zócalo) y publicado en el cuadernillo AMOXCALLI No. 49, presentado el 8 de Diciembre de 2018.
Mi
querido Aurelio:
Sé
que recibir esta carta te sorprende. Pude haber hecho algo mejor que dejarla
aquí, recargada en la prensa del café. Me estarás llamando para que te prepare
el desayuno, al no encontrar la mesa puesta, ni la cafetera encendida, ni la
estufa tibia. Pensarás que estoy en cualquier parte de la casa, a punto de llegar a cumplir con «mis
obligaciones». Te sentarás con el periódico en mano, leerás alguna nota o dos,
y no será hasta que el estómago vacío te recuerde mi ausencia, que irás a
buscarme.
¿Notarás que, además de la dueña, faltan
sus cosas? ¿Que el ropero está medio vacío? ¿Que mis perfumes y pinturas no
están en el bañito? ¿Que mi zapatera ahora está desocupada?
Irás de nuevo a la cocina, pues no querrás
afrontar la incertidumbre aún medio dormido. Lanzarás alguna maldición contra
la inoperable cafetera, con todos esos extraños botoncitos, calentarás agua y,
al buscar la prensa, encontrarás la presente.
Sí, mi querido, así es —ya habrá llegado a
ti la idea—: te estoy dejando.
«¡Cómo!» sé que pensarás, así de bien yo te
conozco, «a estas alturas a esta viejita ridícula se le ocurre esta puntada»,
buscarás el cuadernito donde anotamos los teléfonos y pensarás dos veces antes
de marcar el número de mi hermana. No te molestes, Aurelio, pues ahí no me vas
a encontrar, ella tampoco sabe que me voy, ahórrate que se ría de ti con
descaro por la alegría que le dará la noticia: tantos años trató de persuadirme
y al fin hoy le doy el gusto.
Puedes ir a preguntar por mí a la calle, si
quieres, a las vecinas, al marchante del mercado, a ver si así te convences.
Nadie sabrá darte razón de mi persona. No estoy internada en ningún hospital,
ni secuestrada, ni detenida, mucho menos desaparecida —Señor oficial, si mi
marido le dio a leer esto, estoy más que bien: me marcho por mi propio pie,
nadie me obliga—.
Entiendo tu coraje, Aurelio, a nadie le
gusta que lo dejen y quiero que sepas que no debes preocuparte, no te dejo por
otro ni tampoco te dejo por ti: por quien fuiste, por quien eres, si así fuera
me habría ido hace tanto…, cuando te dio por borracheras, cuando estuvimos
endeudados, cuando hubo noches en que simplemente no llegabas. No te dejé
cuando la güera de la carnicería parió un niño con tus mismos ojos, ni lo hice
cuando me enteré de que mi primer amor había enviudado. No fue por eso, mi querido.
No me voy por capricho, por aburrimiento, por reproche, ni por odio. No me voy por las flores que no me diste, ni por
la falta de palabras cariñosas. No es desprecio a la rutina, ni nostalgia por la
pasión hoy dormida.
Tampoco debería mi ausencia ser motivo de
sorpresa: Aurelio, la razón de mi huida no nació de la noche a la mañana. Me
voy, amigo, porque el trato se ha cumplido. ¿Te acuerdas, Aurelio, de nuestra
boda? «¡Hace cuarenta años!», pensarás. «¿Quién se acuerda de la fiesta, de los
invitados o del brindis?» No querido, no hablo de eso, yo tampoco puedo darte
los detalles, mi memoria no es la misma, pero recuerdo bien clarito a un señor
muy serio, hablando del «único medio de fundar una familia», de la «entrega del
débil» y de la «obediencia, agrado, asistencia, consuelo, consejo y veneración»
que te «debía». Me acuerdo bien de que con ese señor y todos como testigos, te
hice la promesa de darte todas esas cosas, hasta que «la muerte nos separe».
Bueno, mi querido, he cumplido con mi parte.
No, Aurelio, no te espantes, no estoy
gravemente enferma, ni me voy por ahí a dejarme morir como leí hacen los
elefantes. ¿No me entiendes? Ya lo sé, nunca lo hiciste. ¿Ya estás en casa? ¿Ya
te cansaste de buscarme? Te explico.
Abre la puerta de mi bañito, sí, del
tocador que me construiste bajo la escalera. «Mi espacio», le llamaste, para
que no invadiera el tuyo en el baño principal. Abre la puerta, y siéntate en el
sillón que está enfrente, al lado de la mesita del teléfono. Solo observa. ¡Qué
bonito detalle! ¡Tan mono que se veía el bañito! ¿Recuerdas que cuando recién
lo construiste lo pintaste de coral? Lucía tanto la pintura con la lamparita
tipo candelabro que colgaba del techo, tan coqueta. Pero así, con las luces
apagadas, míralo desde tu asiento.
Decías que no lo usabas porque era mío,
pero bien sé que no te gustaba pues te sentías atrapado como gigante en un
mundo de pigmeos, ¡hasta tiraste una repisa de un codazo dando un mal
movimiento! ¿Te acuerdas cuando retocaste la pintura con aquel color café del
que te sobró una cubeta, y condenaste al pobre baño a ese color tan horrendo?
No le quites la vista de encima, míralo muy bien, oscuro y pequeñito. Ahora
entra. Ya no funciona la lamparita. Se quebró un día, hace no mucho, hará hoy
un año. Se rompió al apretar de más un tornillo al intentar cambiar el foco, y
lo dejaste así, fundido. Lo compensaste. Pusiste un par de luces horrendas,
parecidas a velas, a la izquierda y a la derecha del espejo. «Estaban en
oferta», dijiste. Prende las luces y párate frente a él, mira tu reflejo,
Aurelio, ¿qué ves?
¿Ves tus canas, tus arrugas, la huella del
tiempo? En ese fondo, oscurecido, color ataúd…, mira tu imagen iluminada por
ese par de cirios, ¿no reflejan el tono olivo de una piel avejentada, seca,
encogida, enferma de años? Acércate e intenta tocar con la punta de los dedos
ese rostro que te mira, ¿no se siente el tacto helado? Cierra los ojos ahora e
imagina la efigie retratada frente a ti sin que te dé un escalofrío. ¿A qué te
recuerda? ¿A quién te recuerda? ¿A cada uno de nuestros muertos, a quienes
hemos visto dormir en una caja, separados de esta realidad y de esta vida por
un vidrio?
Así es Aurelio, te dejo porque me hiciste
ver mi muerte; cumplí mi promesa: ella es quien nos ha separado. El viernes te
llegan los papeles del divorcio.
Ya no me busques más,
Cristina.
Muy bien cuento. Felicidades!!! Saludos
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