Si
bien entre nosotros casi no se habla de otra cosa que de conejos, en realidad
nunca hemos visto uno. Dudamos incluso de su existencia. En nuestras
conversaciones el conejo oficia de metáfora, o de símbolo. Es frecuente
observar que muchos, una gran mayoría, hemos olvidado la primitiva
significación de la palabra, si es que ha tenido alguna vez.
MARIO LEVRERO, Caza de
Conejos.
Carmelita no cabía en
sí misma de contento: por fin la tía abuela había accedido a enseñarle a guisar
conejo. Salió de su casa muy temprano camino a la de su ahora instructora. El
día era fresco, ideal para la persecución del anhelo, pues desde pequeña soñaba
con regodearse en los halagos de los comensales a los que deleitaría con un
elegante plato de conejo al ajillo; imaginaba manteles, copas de vino y las
flores al centro de la mesa, todo ello blanco para hacer resaltar los cubiertos
de plata. Escuchaba ya el aplauso de los convidados admirados con su destreza
en las artes culinarias, tal y como había aprendido cuando comió en las mesas
de aquellos maestros cocineros tan diestros de las Repúblicas de Argentina y
Uruguay —laureados, referentes indiscutibles de una gastronomía con herencia
española—, eran todo lo que la niña quería llegar a ser y no se rendiría hasta
lograrlo, hasta que sus recetas también revolucionaran los libros de cocina.
Montada en la fantasía, llegó flotando a la casa de la tía, quien
la recibió muy orgullosa por tener otra cocinera en la familia; «colega», le
llamó mientras la niña se crecía sacando su delantal, lista para cualquier
ampolla que el manejo del cuchillo le haría, presta para derramar lágrimas de
cebolla, la peste de pelar ajos e incluso, lavar las lozas. La tía, sin embargo, la detuvo
en el acto:
—Niña, —le dijo— la única manera de aprender cualquier oficio es
desde el principio. A un conejo no solo se le guisa, se le cría.
Guió de la mano a Carmelita, sorprendida porque en vez de ir a la
cocina, subían a la azotea; asombrada más aún cuando al abrir la puerta se
encontró con trece, veintiuno, treinta y cuatro y más conejos, de todos los
colores y tamaños, saltarines expertos, tendidos al sol acicalando su pelusa o
agitando las orejas en alocada carrera; algunos se pararon en dos patitas,
saludando a la tía abuela, pidiéndole caricias.
Habían en un rincón, en una jaulita, conejos pequeñitos, recién
nacidos; aquellos quedarían bajo el cuidado de Carmelita, quien entristecida,
se dio cuenta de que esto no le llevaría tan solo un día; pero no, ella no
desistiría, decidida tomar al toro por los cuernos —y al conejo por la orejas—
pidió permiso a su tía para quedarse con ella y aprender todo lo que podía aprenderse en la cocina.
Mañana, tarde y noche, la chiquilla se entregó a las lecciones y siguió
con cuidado las instrucciones de la tía. Hedonistas por excelencia, los conejos
debían ser tratados con cariño y cuidado: ser alimentados con tomillo y hierbas
aromáticas, darles a beber agua fresca y vino blanco, leerles poesía para
suavizar su carne —pero no muy sensiblera pues podían perder la consistencia—. Era necesario dejarlos cavar en
su cajón de arena, explorar la profundidad, pero solo un poco, no consentirles
huir por la tangente de ningún túnel; tumbarse con ellos en el suelo y
permitirles subir a su pecho, dándoles caricias en la cabecita entre las orejas
e incluso, dormir con ellos por si estaban inquietos por las noches.
Cuando los lepóridos —así les gustaba ser llamados cuando se les
hablaba formalmente— crecieron lo
suficiente, estaban listos para ser guisados.
—Niña, —le dijo la tía— ya has aprendido la mitad del oficio; la
cocina es la parte más sencilla: calcular proporciones, mezclar sabores, elegir
buenos ingredientes; pero un guisado inolvidable de conejo requiere que le des
al animal un final digno y la única manera que conozco, es rompiéndole el
cuello.
Pálida, Carmelita esperó lo que seguía, la tía le dejó adivinarle
el pensamiento, dando sólo un paso atrás: eran los conejos de la niña, ella y
nadie más que ella podía ejecutarlos. La chica sintió nauseas, pensó que iba a
desmayarse, las manos le sudaban y supo tenía miedo. Deseaba más que nada
aprender a cocinarlos, pero nunca se imaginó que hacerlo requería de tal
barbarie, sin embargo… no, no claudicaría. Trémula, miró a uno de los
conejillos quien valiente, aceptando su destino, se acercó a sus pies.
Siguió mecánicamente las indicaciones de la tía: se paró frente
al mártir ofreciendo un puñado de hojas frescas de frambueso, él aceptó sin
remilgo su última cena; despacio, con cuidado de no asustarlo, situó un palo de
largo suficiente sobre el cuello del animal, pisando con un pie uno de los
extremos del poste. A partir de ahora, todo debía ser a la velocidad de un
parpadeo: con rapidez puso el otro pie en la otra punta, tomando al conejo por
las patas traseras, jaló lo más fuerte que pudo el cuerpo asegurado con la
pértiga por el pescuezo, esperó oír un crujir que le anunciara le había
desarticulado los huesos; sin embargo, las fuerzas de la niña y su destreza
fueron insuficientes: lejos de aturdir al animal para evitar su sufrimiento, el
ejercicio no fue más que una operación tortuosa.
Con horror, contempló los signos de agonía en aquel que le
reprochaba con ojos cristalinos su crueldad. Paralizada, no tuvo ya el coraje
de dar el golpe fatal con el cuchillo que la tía le ofrecía, el instrumento
nefasto resbalaba de sus manos. Tomó el
cuerpecito y entre lamentos amargos, llenos de culpa, acarició el pelo de
angora y le imploró perdón mientras la pobre víctima expiraba. Tardó varios
minutos en morir. Carmelita y su tía no dijeron nada, la palabra sobraba. El
sacrificio había sido inservible, esa carne ácida y pálida no podía ser
consumida.
—Práctica, querida niña. —Dijo la tía y la dejó a solas para
darle espacio en el luto de su fracaso.
La chiquilla se enjugó las lágrimas del rostro y avergonzada de
su vil cobardía, tomó valor de donde pudo. Dio al cuerpo respetuosa sepultura y
quiso honrar la memoria del caído retomando con decisión la formación en su
oficio.
Ahora, anacoreta de la cunicultura, practicando aún está
Carmelita en el techo de la azotea, tratando de sacrificar conejos. Algunos se
aferran a la existencia y saltan a sus brazos con las cabezas torcidas, a esos
los destina a la cruza para dar vida a nuevos gazapos, otros más mueren
despacio y sin sentido, ofreciendo su cadáver para el adiestramiento de la
aspirante a cocinera, acumulándose en un montoncito de suaves despojos a los
pies de la muchacha.
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