—La única desnudez que me incomoda, es
la de la hoja en blanco que jamás supe vestir. Le dijo quitándose la ropa y
pretendiendo que jamás odió sus muslos, experta ya en fingir que no le
importaban los defectos propios tal y como no le importaban los defectos del
cuerpo que se le develaba enfrente. Era su parte favorita de la desnudez masculina:
que suele no estar tan consciente de lo que carece ni de lo que tiene de más, y
si lo está da un comino al respecto.
Toda
prenda yacía ya en el suelo, inerte; ludópatas por excelencia, perdedores por
naturaleza, no podían disimular deseaban continuar la partida.
—¿Qué sigue, pues?— preguntó la mujer
pensando que ya no quedaba más por derrochar.
—Pues seguir jugando.— dijo él,
colocando dos metros cuadrados de piel sobre la mesa.
Encantada, ella igualó la apuesta y repartió las cartas. Mano tras mano fue jugada y cada una emparejada: dos pares de cabelleras, mil doscientos setenta y ocho músculos corpóreos, cuarenta y dos órganos, sesenta y cuatro dientes, no les eran suficientes.
Encantada, ella igualó la apuesta y repartió las cartas. Mano tras mano fue jugada y cada una emparejada: dos pares de cabelleras, mil doscientos setenta y ocho músculos corpóreos, cuarenta y dos órganos, sesenta y cuatro dientes, no les eran suficientes.
Un par de esqueletos,
uno frente a otro, incapaces de detenerse, empezaron a apostar lo importante:
su tiempo, sus sueños, esperanzas, verdades, mentiras, memorias… Poco a poco
nada les quedaba.
Él la miró desde cuencas vacías, ella respondió con un gesto,
desnudándose al fin de prejuicios, que colocó con elegancia en la mesa.
—Ahí sí ya no le entro— dijo el cobarde,
abandonando el juego.
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