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La mujer Científica. Canto segundo.

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Dejando siempre su paso
marcado con doble estela,
cual monstruo alado que vuela
rosando [sic] apenas el mar;
va un vapor entre las olas
arcos de espuma dejando,
y arcos de humo vagando
deja en el aire al pasar.
Allá donde el mar se junta
con el límite del cielo,
va de las nieblas el velo
rasgando suave fulgor.
Y saliendo de las olas
un gran globo de topacio
arden el mar y el espacio
con vívido resplandor.
Cuando el buque a toda prisa
de nuestra patria se aleja,
y hacia el hogar que se deja
el pensamiento se va,
ni tiene el mar atractivo
ni hay en los cielos encanto,
porque la sombra del llanto
en nuestros ojos está.
Por eso aunque iba a lo lejos
disipándose la bruma,
y en cada riza de espuma
chispeaba un rayo de sol,
y de las límpidas olas
en los movibles espejos
ponía el cielo reflejos
de topacio y arrebol,
sin ver del mundo visible
aquellos cuadros risueños
en el mundo de los sueños,
fijos los ojos no más;
con la mirada impasible
perdida allá entre la bruma,
mirando sin ver la espuma
que iba quedando detrás;
mientras el buque seguía
surcando siempre las olas,
el alma surcaba a solas
de sus recuerdos el mar;
cuando de pronto un murmullo
alzándose de improviso,
de sus ensueños la hizo
de súbito despertar.
Volviendo entonces inquieta
los ojos en torno mío,
a la popa del navío
vi ligeros acudir
hombres, niños y mujeres
que fijándose en un punto,
todos sobre el mismo asunto
parecían discutir.
Cual si estuvieran mirando
alguna cosa muy rara,
expresaban en la cara
creciente curiosidad.
Y en su avidez de mirarla
teniendo en poco los ojos,
le asestaban los anteojos
con igual tenacidad.
Ocupándose sin duda
del objeto que miraban
con calor gesticulaban
al expresar su opinión.
Y juzgué que algún objeto
ridículo o repugnante
debió ser el que un instante
llamó tanto su atención.
Pues mientras ellos veían
con un aire de extrañeza,
yo pude ver con sorpresa,
al observarlos también,
que se reían, cesando
de mirar en su entusiasmo,
las mujeres con sarcasmo
y los hombres con desdén.
Y apresurándose luego
a alejarse con desvío,
fueron dejando un vacío
que me dejó ver al fin
aquel objeto tan raro,
causa para aquellas gentes
de impresiones diferentes
a la que produjo en mí.
En la proa del navío,
más que indiferente, inerme,
en la actitud del que duerme
cansado por largo afán,
apareció ante mis ojos
la forma de un ser humano:
¿Era hombre? ¿Mujer? En vano
miré su traje y su faz.
Era aquél una ancha túnica
desceñida a la cintura,
de tela burda y oscura
que ya el tiempo destintó;
su cabellera cortada
tocaba apenas el cuello
que del sol fuerte destello
la blancura le robó.
La palidez de su frente
por mil arrugas surcada,
de un alma enferma, angustiada,
revela acerbo dolor;
en sus apagados ojos
entrecerrados o bajos,
se adivinan los trabajos
que gastaron su fulgor.
Aunque a su rostro le queda
de juventud el encanto,
se ven las huellas del llanto
que su mejilla surcó.
En el gesto de su boca
que el dolor ha contraído,
creí ver como el gemido
que sus labios marchitó.
Su cabeza doblegada
con profundo desaliento,
y el color amarillento
y enfermizo de su tez,
revelaron a mi alma
a la mísera criatura
que la copa de amargura
ha apurado hasta la hez.
A mil tristes reflexiones
se entregaba el pensamiento,
cuando a mí, con paso lento,
un anciano se acercó.
Y fijando en mi semblante
su mirada bondadosa,
con voz dulce y cariñosa
a decirme comenzó:
—Tú que pasas por el mundo
repitiendo en tus cantares
las angustias y pesares
que en tu senda hallando vas,
de ese ser que allí contemplas
oye y canta tú la historia
y en el libro de la gloria
tú su nombre grabarás…
—Decidme, pues, noble anciano
—le interrumpí sorprendida—,
¿sabéis la historia, la vida
de aqueste ser infeliz?
¿Por qué la gente al mirarle
le [sic] desprecia o burla? ¿Acaso
es un ladrón, un payaso
o alguna ramera vil?
¿Tal vez algún anatema
pesa sobre su conciencia
cuando arrastra su existencia
en tan triste soledad?
¿Es ese ser desgraciado
un hombre que ha delinquido
o una mujer que ha perdido
su belleza en la maldad?
—Ese ser infeliz de faz sombría
que siendo objeto de irrisión se ve
es un ser bello, como tú, hija mía,
que lleva el nombre de mujer también.
Ser de alma noble y generosa, ella
como mujer con el amor soñó,
y al ver tronchada su ilusión más bella
en aras de la ciencia se inmoló.
Yo guardo aquí como reliquia santa
su sincera y humilde confesión:
lee, medita, y con respeto canta
la historia de ese noble corazón.
“Señor, del fantasma aquel
que forjó mi fantasía
creí encontrar un día
copiada la imagen fiel;
mas al acercarme a él
bebí en sus ojos veneno,
porque en vez de mi ángel bueno,
hallé con dolor profundo
que era un ser de lodo inmundo
con alma de impuro cieno.
Vos no sabéis, padre mío,
lo que siente el corazón
cuando rueda su ilusión
en las sombras del vacío;
intenso y horrible hastío
invade entonces el pecho,
y de impotente despecho
el llanto que vierte el alma
deja el corazón sin calma
en lava letal deshecho.
Pierde la vida su encanto,
el mundo queda desierto,
y todo parece muerto
tras de las nieblas del llanto.
El melancólico manto
del dolor es un sudario,
que cambia en fúnebre osario
la tierra que al alma cansa,
pues no brilla una esperanza
de la vida en el calvario.
Con los ojos empañados
por las sombras del pesar,
busqué en torno de mi hogar
mis afectos olvidados.
Allí con nuevos cuidados
cambié mi dolor sentido,
pues pronto en mi hogar querido
se hizo mi vida más seria,
al mirar que la miseria
le [sic] escogió para su nido.
Eran mis padres ancianos,
eran mis hermanos niños,
y fueron nuestros cariños
y nuestros esfuerzos vanos
contra los golpes tiranos
del inhumano destino,
que puso en nuestro camino
las espinas con abrojos
y las sombras en los ojos
del que pobre al mundo vino.
Hallando entonces pequeños
mis juveniles pesares,
pensando en nuevos azares
olvidé mis locos sueños
y de horizontes risueños
soñé conquistar la palma,
haciendo dichosa mi alma
con esa dicha serena
que da con la dicha ajena
hermosas horas de calma.
Ser el sostén poderoso
de mi familia querida,
era el más dulce y hermoso
grato sueño de mi vida.
A la humanidad unida
con un lazo puro y santo,
vivir enjugando el llanto,
verter el bien, la ventura,
era la ilusión más pura
que diera a mi vida encanto.
Mas siendo débil mujer
hallé mi fuerza tan poca,
que soñé en mi audacia loca
del hombre con el poder,
creí verle en su saber,
y alumbrando mi conciencia
con el fulgor de la ciencia,
hallé la clave segura
de derramar la ventura
haciendo útil mi existencia.
¡Ay, señor! Yo no sabía
que ese don precioso y bello,
de Dios divino destello
que llaman sabiduría;
don de preciosa valía
que es del hombre el mejor don,
fuera en la mujer baldón,
como un estigma maldito
que deja pronto marchito
su sensible corazón.
¡Pobre de mí! Generosa,
brindé mi sangre, mi vida,
y como ofrenda ofrecida
en mi vía dolorosa,
me hice a los hombres odiosa,
de las mujeres odiada,
y fui tal vez envidiada
por ceñirme esa corona,
que ni el hombre me perdona
ni es por ellas perdonada.
Ni la dulce caridad
iluminó mi sendero,
pues no por ganar dinero
sino perdiendo bondad,
pronto quedé en la orfandad;
por curar males ajenos
llevé el contagio a los buenos,
y fue tan dura mi suerte
que brindé sólo la muerte
en vez de días serenos.
¡Perdonadme, padre mío!
Lo confieso con rubor,
fue tan grande mi dolor,
fue tan inmenso mi hastío,
que en el profundo vacío
de un doloroso aislamiento,
sólo tuve un sentimiento:
un odio grande y profundo,
odio contra todo el mundo,
que enlutó mi pensamiento.
Y tanto a odiar aprendí,
tanto la desgracia abisma,
que llegué a odiarme a mí misma,
y tanto en odiarme dí,
que concluir decidí
con una existencia odiosa
que no puede ser dichosa
al ver que en mal se convierte
el bien que en el mundo vierte
con profusión generosa.
Mas tendiendo en lontananza
su luz funesta y sombría,
surgió en el alma mía
la idea de la venganza,
y viví con la esperanza
de ir ostentando ante el mundo
el antro oscuro y profundo
de un corazón que era bueno
y que del mundo en el cieno
se volvió de cieno inmundo.
Quise ante el mundo arrastrar
mi existencia desgraciada
para que mi alma ulcerada
la sociedad al mirar,
se llegara a horrorizar
al ver sangrando la herida,
que como el pueblo deicida
regaló al mismo Jesús,
regala con una cruz
a quien le ofrece su vida.
Y como es en la existencia
necesaria una ilusión,
y no la halló el corazón
ni en el amor ni en la ciencia,
ahogando con mi conciencia
afectos y sentimiento,
quise dar a mi alma aliento,
y con lazo duro y fuerte
atarle al mundo de suerte
que hallara en vivir contento.
Hice a mi alma comprender
que el amor con que delira
es una hermosa mentira,
y una mentira el saber,
y que sólo llega a ser
en este mundo, dichoso
quien tiene el sueño ambicioso
de ser dueño de un tesoro,
y cifra en guardar su oro
el placer más delicioso.
Sabiendo por experiencia
que nada por dar obtiene
quien da todo lo que tiene,
decidí hacer de mi ciencia
objeto de utilidad,
no en bien de la humanidad
sino en bien de mi persona,
ni por ganar más corona
que la que el oro nos da.
Y como jamás ha habido
quien rey en su tierra sea,
para realizar mi idea
dejé mi país querido,
do el cielo envidioso unido
a la negra ingratitud,
sin comprender la virtud
de un corazón noble y bueno,
le acusó de dar veneno,
cuando daba la salud.
Como mísero mendigo
que pide de puerta en puerta,
sin ver una mano abierta,
sin hallar un rostro amigo,
pongo al cielo por testigo,
que con tesón sin igual
ofrecí en mi país natal
los frutos de mi experiencia,
y que desechó mi ciencia
como venero del mal.
Cruzando lejanos mares
recorrí países extraños,
y transcurrieron mis años
probando nuevos azares;
lejos de mis patrios lares,
sin cuidados y sin penas
de las costumbres ajenas,
aprendí a llevar el yugo,
que ver en ellas me plugo
del ilota las cadenas.
De cuanto amé desprendida
cruzó mi existencia sola,
como solitaria ola
que cruza en el mar perdida;
y concretando mi vida
a ganar oro y más oro,
perdí conciencia y decoro,
pues ya sin dolor ni pena
miré la desgracia ajena
que aumentaba mi tesoro.
Y cuando era tan risueño
mi rico sueño de oro,
que superó mi tesoro
a la ambición de mi sueño,
mostró el destino su empeño
de herirme hasta en mi avaricia,
pues se apropió la malicia
de un sirviente con amaños
del oro que en muchos años
acumuló mi codicia.
Aquel golpe fue tan rudo,
que doblegó la materia:
sin hallar en la miseria
ni un amigo ni un escudo,
quiso el destino sañudo
que enferma, desamparada,
me viera yo precisada
a acudir a un hospital,
como conclusión fatal
de mi penosa jornada.
Oprimiendo contra el pecho
del corazón los latidos,
oí los tristes gemidos
y las quejas de despecho
que desde su triste lecho
pobres seres sin consuelo,
sin encontrar en el suelo
ni un consuelo a su dolor,
acusaban de rigor
y de inclemencias al Cielo.
Al oír de ajenos labios
aquellas quejas amargas,
me acordé en mis horas largas
de los pasados agravios
con que los designios sabios
de Dios, juzgando atrevida,
protesté con frente erguida
contra la Tierra y el Cielo,
porque llenaron de duelo
el sendero de mi vida.
Y al mirar ante mis ojos
como un ángel bueno y santo,
envuelta en su blanco manto,
junto a mi lecho de hinojos,
mitigando mis enojos
con palabras de bondad,
a ésa que de caridad
los hombres llaman hermana,
y que es de la gloria humana
la más honrosa verdad;
de vergüenza y de rubor
se tiñeron mis mejillas
y sentí que de rodillas
se alzaba mi alma al Criador,
que si nos legó el dolor
como bautismo del alma,
nos legó la mejor palma
del dolor en el bautismo,
si sabemos como Él mismo
sufrir el dolor con calma.
Aquella mujer tan buena,
que como un ángel del Cielo
llevó a mi alma el consuelo,
al mitigar mi honda pena,
de santa abnegación llena,
fue mi ángel de redención,
pues abrió en mi corazón
nuevas fuentes de ventura,
con su ejemplo de dulzura,
de indulgencia y de perdón.
Hoy que con calma analizo
de mi pasado la historia,
creo que el amor a la gloria
amar la ciencia me hizo;
y al mirar mi paraíso
en infierno trasformado,
del orgullo castigado
hallo una lección severa,
pues siempre al hombre le espera
la pena tras el pecado.
Vos lo sabéis, señor,
el alma mía
llena de sombras enlutada está,
y en el lento dolor de mi agonía
a nada aspiro en este mundo ya.
Mas resignada y con paciencia espero
a que Dios ponga a mi existencia fin,
y aunque sienta viviendo que me muero,
sé que debo muriéndome vivir,
sé que el mundo arrojando en mi camino
va sarcasmos, desprecios y desdén;
mas yo en cambio sus sendas ilumino
con la luz de las ciencias y del bien;
que si a veces altiva me revelo
contra el mundo que hiere el corazón,
de aquel ángel bendito de consuelo
el recuerdo me inspira en el perdón.
Y pues la santa religión cristiana
fuerzas a mi alma vacilante da,
voy de un convento a constituirme hermana
do implorando y haciendo caridad,
humilde pase la doliente vida
que el llanto del amor acibaró,
y de la ciencia por la luz atraída
en su llama candente se agostó.
La atmósfera purísima y bendita,
del bien, de la piedad y la virtud,
tal vez a mi alma de dolor marchita
le devuelva el aliento, la salud.
Acaso como gotas de rocío
sienta caer el marchito corazón
al elevar el pensamiento mío
en éxtasis de férvida oración”.
Así decía el papel
que el anciano me alargó,
y del cual conservo yo
guardada la copia fiel.
Y al darle el original
de tan rara confesión,
me atreví a la indicación
del anciano replicar:
—Decís, señor, que cantando
de la Médica la historia
en el libro de la gloria
puedo su nombre grabar;
perdonadme si ilusoria
encuentro vuestra esperanza:
cuanto esta Médica alcanza
lo acabáis de presenciar.
Mas si es inútil mi canto
para levantar el nombre
de la que pretende al hombre
igualarse en el saber;
vos que sabéis, noble anciano,
que el bien con el bien se labra,
podéis con vuestra palabras
redimir a la mujer:
tenéis la tribuna santa
que os quiso legar el cielo
para descorrer el velo
que envuelve a la humanidad:
decid al hombre que fije
atento, en bien de sí mismo,
la mirada en ese abismo
que se llama sociedad.
Donde trayendo consigo
la ignorancia a la impotencia
hundidas en la indigencia
tantas mujeres se ven,
y donde tantas se cansan
de ofrecer su ciencia en vano,
y en vez de darle la mano
les dan sarcasmos, desdén.
Y así los hombres se quejan
de hallar el mundo poblado
de mujeres que han faltado
a su propia dignidad.
Si halla la que es ignorante
la miseria por herencia,
y si a la mujer la ciencia
sólo pesares le da,
es natural que cansada
de luchar con su destino,
se lance al fin al camino
que es más fácil de seguir.
Si ve cerrada la senda
de la honradez, y florida
halla la que la convida
con falso encanto a reír;
¿cómo quieren que prefiera
vivir hundida en el llanto,
si el hombre tan sólo encanto
en el mal sabe ofrecer?
Es natural que se canse
de la virtud que desprecian,
si ve que sólo la aprecian
cuando falta a su deber.
—Bien comprendo tus razones
—me replicó el noble anciano—;
mas temo que será vano
cuanto digamos tú y yo.
Dice a la mujer el hombre:
“Ve del progreso en la vía”,
mas lo dice en la teoría,
pero en la práctica no.
Comprende que ella es la base
de la sociedad entera,
pues madre y esposa impera
del hombre en el corazón;
mas olvida que es él mismo
el que levanta esa base
y que es ser como la hace
necesaria condición.
Por satisfacer su orgullo
la ha formado de tal modo
que sólo en él halle todo:
apoyo, fuerza, sostén.
Luego, si falta de apoyo
se desploma en el abismo,
la culpa la tiene él mismo
que no la sostiene bien.
Dice que ella es la que guía
del mundo por el camino,
que ella es quien guarda el destino
del hombre en el corazón:
y dizque marca una senda
de negras sombras cubierta;
y él es quien cierra la puerta,
y quiere que alumbre el sol.
Si al formar el santo lazo
que une dos almas en una,
no lo formara ninguna
tan sólo por interés;
no existieran esos seres
que encuentra a su paso el hombre,
indignos del santo nombre
de esposa, ni aun de mujer.
Mas como el hombre la obliga
a no bastarse a sí sola,
inmola al hombre y se inmola
mintiendo virtud y amor.
El día que ya no sea
el saber para ella vano,
jamás brindará su mano
si no da su corazón.
Es para mí interminable
el asunto de que hablamos;
pero ya el puerto avistamos
y es forzoso terminar.
Echan el ancla, llegamos;
ya todo el mundo se alista,
vamos pasando revista
de los que van a saltar.
He allí una joven que pasa
en un anciano apoyada:
¡qué desdeñosa mirada
a la Médica le da!
Es la mirada del viejo
estúpida, aguardentosa,
pero ella ostenta orgullosa
un marido con caudal.
Le sigue una linda joven,
dejando la infancia apenas,
en cuyas azules venas
la sangre noble se ve.
Le toma con negligencia
su blanco, torneado brazo,
un ordinario negrazo
que más negra que su tez
parece tener el alma
que se mira retratada
en su espantosa mirada
de repugnante expresión.
Parece que entre esos seres
debe mediar un abismo,
mas los funde en uno mismo
del siglo la condición.
La condición de este siglo
que de las luces se nombra,
y deja a la oscura sombra
condenada a la mujer,
dando esos tristes ejemplos
que palpamos en el día:
que es la mujer mercancía
y el hombre su mercader.
Mientras que yo al sacerdote
con atención escuchaba,
uno por uno miraba
los pasajeros saltar.
El gentío bullicioso
que los muelles invadía
impaciente parecía
caros seres esperar.
Allí cada pasajero
iba encontrando a su paso
un tierno beso, un abrazo,
un saludo de amistad.
Entretanto de la Médica
vi la mirada sombría,
que con dolor se perdía
del mar en la inmensidad.
Derramando esa ventura
dulce, apacible y modesta,
que sólo el amor le presta
a quien lo sabe sentir;
guiada por el sentimiento
que impera en una alma bella,
se detuvo junto a ella
una pareja feliz.
Y me complací mirando
el empeño generoso
con que a su bote espacioso
la condujeron los dos.
Y al perderse allá a lo lejos
del bote la vela blanca,
se arrancó, como se arranca
el alma que va hasta Dios,
de los labios del anciano,
que vi de pronto de hinojos,
vueltos al cielo los ojos,
esta ferviente oración:
—A aquél que siendo dichoso
dé al desgraciado consuelo,
dale, Señor, desde el cielo
tu paternal bendición.
Y haz tú que el hombre redima
de la mujer la existencia,
siendo para ella la ciencia
de su conciencia el fanal,
que del saber en la fuente
se robustezca su idea,
para que ella del bien sea
saludable manantial.

Dolores Correa Zapata

El canto II se publicó por partes en Violetas del Anáhuac. Año I. Tomo I. Núm. 30. 1 de julio de
1888. p. 360. / Violetas del Anáhuac. Año i. Tomo i. Núm. 31. 8 de julio de 1888. pp.370-372. /
Violetas del Anáhuac. Año I. Tomo I. Núm. 32. 15 de julio de 1888. pp. 833[383]-384. / Violetas
del Anáhuac. Año I. Tomo I. Núm. 33. 22 de julio de 1888. pp. 394-396.
Transcripción: Haydeé Salmones.

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