Para trazar vías, calles y caminos; levantar edificios que alberguen escuelas, museos y hospitales; construir puentes que nos lleven a puntos de otra forma inaccesibles; y en general, dibujar el paisaje que forma una ciudad, o cualquier otro asentamiento humano; nos vimos en la necesidad de derribar lo que había ahí para erigir algo completamente nuevo. Los seres humanos hemos destruido para luego construir, modificamos nuestro entorno a necesidad o capricho; y nos valemos de aquello mismo que decidimos cambiar: desde tiempos prehistóricos nuestros materiales han surgido de la Tierra.
La extracción de piedras y metales, que dio origen a la minería, puede rastrearse hasta 43 000 años atrás, pero es una industria peligrosa, tan peligrosa que tardó bastantes siglos en serlo un poco menos; viajemos entonces hasta 1846, cuando un químico italiano llamado Ascanio Sobrero, descubrió una sustancia líquida y sensible, que al reaccionar, libera una enorme cantidad de energía calorífica, que se manifiesta con una explosión, esta sustancia es la nitroglicerina y es la “detonante” de esta historia.
Immanuel Nobel, un ingeniero sueco autodidacta, había hecho toda una carrera en el mundo de la construcción, la minería e incluso la industria armamentista; destruir para construir. En ocasiones la fortuna sonreía y podía levantar un negocio, a veces la suerte cambiaba y había que incursionar en algún otro. Sediento de éxito y motivado para proveer a su familia, el descubrimiento de Sobrero se le antojaba lleno de posibilidades, semejante explosivo podía ser muy bien usado en la minería, pero su “temperamento” hacía a la nitroglicerina impredecible: no sabía nadie cuando iba a explotar. Había que investigar más.
Como buen emprendedor e ingeniero que era, Immanuel deseaba que sus hijos también incursionaran en su mundo; dos de ellos, Emil, el más pequeño y Alfred, quien tenía gran interés en la poesía, empezaron a trabajar en una solución al problema de cómo controlar a la sustancia, pero un infortunado día, una gran explosión ocurrió, acabando con la vida de varias personas, entre ellas Emil. Tras la tragedia, prueba irrefutable de lo peligroso que es trabajar con explosivos, Alfred decidió trasladar sus experimentos a una locación más aislada; honrar la pérdida era ahora un incentivo.
Hay accidentes trágicos, como el de Emil, y otros felices, como el que ocurrió cuando un día, transportando la nitroglicerina en contenedores de diatomita –una roca formada por el silicio proveniente de plantas acuáticas microscópicas-, uno de los contenedores se rompió, dejando que el líquido se filtrara, pero lejos de acontecer otra desgracia, ¡la diatomita había absorbido la sustancia! Fue así cómo Alfred Nobel descubrió un nuevo explosivo, esta vez estable, fácil de detonar con seguridad, al que patentó con el nombre de dinamita.
El nuevo negocio fue tan redituable, que permitió a Alfred fundar más de noventa fábricas y laboratorios en veinte diferentes países, viajar alrededor del mundo, y cultivar su aprecio por la cultura, su amor por la lectura y sus firmes creencias sobre el bienestar de la humanidad.
La ironía llegaría pronto; no es de sorprender que un explosivo altamente efectivo pero controlable, fuese utilizado en una industria deleznable como lo es la creación de armas. Si bien la comercialización de la dinamita permitió a Alfred amasar una fortuna, él era un pacifista, así que un día, al leer un artículo sobre él en un periódico donde el autor lo llamaba “El Mercader de la Muerte”, se impresionó tanto que decidió tomar cartas en el asunto.
No quería ser recordado de esa manera, no quería que ese fuese su legado; los científicos no son villanos, al contrario, son héroes que dedican su vida a la búsqueda de la verdad, del conocimiento; Alfred hizo lo mejor que pudo hacer: modificaría por tercera, y última vez su testamento, heredando la mayor parte de su riqueza –se dice que el 94% de ella- al reconocimiento “para quienes durante el año precedente hubiesen conferido el mayor beneficio a la humanidad”, a aquellos que con su trabajo dedicado a la física, química, medicina, literatura o a exaltar la fraternidad entre naciones, contribuyeran a cambiar al mundo; pidió se creara una fundación a su nombre que anualmente premiara a estos excepcionales individuos sin importar su nacionalidad. Alfred Nobel murió poco después, el 10 de diciembre de 1896.
Aunque al principio su familia y administradores pusieron resistencia para cumplir con la última voluntad de Alfred, se estableció la Fundación Nobel, encargada de ejecutar su testamento, pero sólo de la administración de los fondos, más no de la deliberación de quienes serían merecedores del galardón. Cuatro instituciones serían las encargadas de otorgar los premios: La Academia Sueca de Ciencias, determinaría a los ganadores en física, química y -años después- economía; El Instituto Karolinska elegiría al ganador en medicina, La Academia Sueca nombraría al ganador en literatura y el Comité Noruego Nobel, al galardonado por sus esfuerzos para lograr la paz mundial. Fue entonces, que conmemorando el quinto aniversario de la muerte de Alfred, en 1901 se entregaron los primeros premios que llevaban su nombre, los Premios Nobel.
Elegir a los merecedores del premio es un largo proceso que toma casi un año, por lo que inicia el otoño anterior a la fecha en la que habrá de entregarse. Para determinar quiénes serán honrados con la presea, las instituciones invitan a más de mil individuos activos expertos en el área a premiar, a presentar y nominar candidatos. Proponerse a sí mismo es causa de descalificación. Cada invierno hay entonces entre cien y doscientos cincuenta nominados, por lo que los encuestados deben por escrito presentar el caso de su candidato, detallando los méritos de su trabajo, teniendo hasta el 31 de enero del año en que se entregará el premio para enviar su propuesta.
Las Instituciones entonces deliberan durante todo el año, pero su decisión final debe estar lista para el 15 de noviembre, pues el 10 de diciembre, en el aniversario del fallecimiento de Alfred, los ganadores recibirán una medalla de oro, un bello diploma y una suma monetaria que depende de los fondos de la Fundación Nobel –se estima que actualmente son cerca de doscientos millones de dólares-; si por alguna cuestión alguien rechaza el premio, el dinero regresa a los fondos de la Fundación.
A partir de 1969, se inició la entrega de Premios a quienes contribuyeran excepcionalmente a la economía; si bien éstos no son Premios Nobel, son también entregados en honor a Alfred, por lo que se entregan en la misma ceremonia. Para ser merecedor de uno, el trabajo del galardonado debe tener firmes fundamentos científicos: matemáticos y estadísticos.
Ostentar el título de “Ganador del Premio Nobel” convierte al portador en una especie de “Rockstar” científico –o literario-, significa además del reconocimiento, nuevas percepciones económicas, ser mejor pagado para presentarse y dar conferencias; lo cual conlleva una gran responsabilidad con el quehacer humano y científico.
Dicha responsabilidad genera controversia, pues los ganadores si bien son excepcionales, son humanos, falibles. Existen casos de ganadores que en sus últimos años dan la espalda a la ciencia para convertirse en promotores de la pseudociencia, de algunos otros que hacen declaraciones científicamente o socialmente irresponsables, o que son abiertamente intolerantes. Estas fallas de carácter llevan irremediablemente a plantearnos si son merecedores de un premio a lo mejor de la humanidad.
Algunos expertos consideran que algunas reglas deben ser cambiadas, pues si la sociedad evoluciona, también sería bueno que los premios lo hicieran. Históricamente, muy pocas mujeres han sido ganadoras, y no por falta de candidatas. Ejemplo de ello es el caso de Lise Meitner, quien descubrió la fisión nuclear, hecho por el cual su colega Otto Hahn recibió el premio en Física en 1944 y ella, a pesar de haber sido nominada 48 veces, nunca ganó.
Otra falla en el sistema de elección, es que no es posible nominar a ningún candidato póstumamente, no importando lo sobresaliente de su hallazgo. En 1958, Rosalind Franklin, quien hizo muy importantes aportaciones al descubrimiento de la estructura del ADN, falleció; cuatro años después, por el mismo trabajo, otros tres investigadores –a quienes se les acusa de no darle el crédito merecido- recibieron el premio.
Además de que un investigador no puede ser nominado tras su muerte, otra regla indica que los premios de Física, Química, Medicina y Economía, sólo pueden ser entregados a individuos (no más de tres) y únicamente el premio de la Paz puede ser entregado a instituciones. La ciencia es un trabajo en equipo, que llega a involucrar a muchísimos científicos (a veces cientos y hasta miles) que participan en una investigación, quedándose sin el merecido crédito por su colaboración.
Tal vez algunas reglas deban cambiar, algún día tal vez lo hagan; mientras tanto, podemos nosotros reconocer lo loable de la labor científica, su importancia en nuestra calidad de vida, pues independientemente de la fama de su nombre y los galardones recibidos, los científicos son Rockstars del conocimiento.
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